martes, 4 de mayo de 2010

EL TEMA DEL PODER EN TRES OBRAS DE TEATRO LATINOAMERICANAS

Introducción:


El tema del poder en la historia de la literatura universal ha sido objeto de gran controversia. Por un lado, las relaciones entre el poder, el gobierno y las autoridades eclesiásticas desde Maquiavelo hasta nuestros días, han tomado diversas formas, diversas máscaras. En América Latina- específicamente- el tema del poder (su discusión y elaboración) se origina quizá desde las épocas de la conquista; no obstante, trasciende las edades y, por ello, surgen obras que expresan esa codicia que es a su vez, invisible, ambigua y sin rostro. El poder no siempre es achacable a alguien en particular: sus hechos y consecuencias suelen ser más complejos de lo que parecen. El poder, hasta cierto punto, tiende a mostrar cierta pre-existencia, de lo que se deduce que el ser humano no lo posee: más bien es poseído por él y por ello, comete actos crueles que la historia registra como despóticos.
En Todos los gatos son pardos (Carlos Fuentes, 1970), el concepto del poder se relaciona estrechamente con la religión y la concepción de mundo de dos culturas distintas: los aztecas y los españoles. Cada grupo social evidencia su panteón, su estructura social e ideología. Sin embargo, hay un hecho que los homologa: la presencia del poder y sus implicaciones inmediatas. En efecto, aunque en la conquista se muestre el choque de dos culturas disímiles, lo cierto es que tanto sus jerarquías como su organización económica y política, convergen hacia un solo punto: la legitimación del discurso del poder y sus respectivos representantes.
También en Pedro y el capitán (Mario Benedetti, 1979) se constata un hecho ligado con el poder desde el título mismo: un capitán y un hombre cualquiera son confrontados, es decir, se contraponen justo al inicio del texto. Esto, sin duda, a la vez que subraya un antagonismo, manifiesta además un espacio ideológico de fines distintos. El binomio torturado-torturador (eje central del drama) abre una brecha entre dos visiones de mundo distintas en donde el poder parece ser fruto del azar. Asimismo, el poder en este texto se asocia con lo perverso, lo que corrompe- de manera gradual e inevitable-al ser humano. Nuevamente, el poder trata de legitimarse, sólo que esta vez, su discurso nada tiene que ver con Dios-como en el caso de la obra de Fuentes-. Benedetti, por el contrario, formula que el ser humano es su propio dios o, en otras palabras, que el poder es el único dios alcanzable y real.
En Palinuro en la escalera (Fernando del Paso, 1992) se asiste a una tragicomedia que utiliza elementos de la Comedia dell arte entremezclados con el teatro contemporáneo. Otra vez, el tema del poder aflora, y en esta ocasión tiene como protagonista a un estudiante del 68 (matanza de Tlatelolco) rebelado contra un despotismo (¿metáfora de la escalera?) in crescendo. Palinuro asciende, es decir, sube peldaños, Pero, esa ascensión es hacia la muerte inexorable, fruto del poder que, como monstruo, devora a los seres humanos. En la escalera se notan las diferencias sociales, pero también, en ella se bifurcan la realidad y la ficción, sin embargo (cuestión interesante) en ambos planos aparece el poder. Esta presencia es, en verdad, el foco alrededor del cual giran los acontecimientos del texto (o los textos) pero también será el elemento sobre el cual versarán las siguientes disquisiciones.

Todos los gatos son pardos (Carlos Fuentes)

Este autor mexicano conocido por sus novelas Aura (1962 ) La muerte de Artemio Cruz (1962) y sus ensayos El espejo enterrado (1992) y Cervantes o la crítica de la lectura (1976), entre otros muchos trabaja, desde el drama, el tema de la América invadida- o como diría Octavio Paz, violada. Asimismo, el texto alude a la problemática nacional de la identidad mediante los temas del mestizaje y la orfandad, factores determinantes en el desarrollo de la cultura mexicana.
Ciertamente, en la obra de Carlos Fuentes, se asiste a una recreación de los hechos ligados con la conquista mexicana, cuyos protagonistas son Hernán Cortés, la Malinche, el emperador Moctezuma, y demás. Esta caracterización recurrente en la obra de Fuentes, refleja además, una reconstrucción de la identidad manifestada como conflicto. El espacio dramático toma como punto de partida el año de 1519, año en que está profetizado, según el calendario y los oráculos aztecas, el retorno de Quetzalcóatl (la serpiente emplumada) dios bienhechor de los seres humanos, que recuerda mucho a la titánica figura del Prometeo griego. De acuerdo con el texto, los indígenas residentes en el México de aquel entonces anhelaban el retorno del dios porque éste implicaba una transformación de las jerarquías políticas y sociales imperantes, lo que conduce a pensar que las formas autoritarias e injustas de gobierno habían sido una constante dentro del pueblo azteca pre-hispánico. De este modo, el regreso del dios emplumado restauraría el orden primigenio y equitativo.
En efecto, el tema del poder se denuncia, en un primer momento, a partir de las voces de algunos vasallos de Moctezuma conscientes de la situación sociopolítica de la comunidad a la que pertenecen. Estas voces, gracias a las que es posible la narración (en el sentido teatral) permiten constatar varias cosas: en primer lugar, el poder no es característico de un grupo social y , en segundo, el discurso del poder es denunciado y censurado aunque esté ligado con un pensamiento teocrático.
En el texto, varios personajes mediante los sueños y las visiones (metáforas de la utopía) se rebelan contra el despotismo representado por Moctezuma. El mercader y el pastor, cuyas figuras están contrapuestas a la avasalladora presencia del emperador azteca, son quienes primero sueñan con la libertad de su pueblo. En este sentido, el sueño se antepone al poder y parece ser la única forma posible de sublevación: ya que en el mundo real no es alcanzable, el personaje sueña para así cumplir, aunque de forma parcial, su anhelo: “Pastor: Mi sueño fue más hermoso. Regresaba por el mar nuestro gran dios Quetzalcòatl, la serpiente emplumada, el dios del bien y la felicidad, a devolvernos el bien y la felicidad a los pobres del reino”(Fuentes, 1971:27). Pero a la vez, el contrapunto citado entre el emperador azteca y su pueblo implica también un juego de opuestos, dialéctica sin la que “ninguna identidad puede existir” (Said, 1993:102).
Posteriormente, el consejero de Moctezuma, Tzompantecuhtli, pone en tela de duda la tradición de sus antecesores, pues denuncia los ritos de sacrificio que gracias a la guerra florida, tienen su justificación, su legitimación. Según esta censura, la guerra florida es una farsa que apoya el sistema piramidal subyugador del pueblo azteca. Moctezuma se defiende y manifiesta que sólo cumple la voluntad de los dioses, no obstante, justo en la discusión aparece un nuevo elemento: “Tzompantecuhtli: No, no los dioses, sino el poder y el crimen: pues tú has hecho que el poder se vea en el espejo del crimen”(Fuentes, 1971:41). El gobierno del emperador no es visto como un sistema equitativo y justo, más bien su discurso basado en lo religioso es repudiado y denunciado. No son los dioses sino el poder, -esa fuerza de connotaciones evidentemente perversas- lo que termina por confundirse con lo que alguna vez fue una comunidad modelo. Moctezuma, como representante de ese discurso, se escuda en una teología que aboga por el sacrificio de los otros con el fin de salvar a los suyos. El poder, de ese modo, se ha perfilado desde una base religiosa que, sin embargo, ha sido parcial y arbitraria.
Junto a esa forma de poder, surge otra ligada con la cuestión de género: el mito fundacional de la diosa Malitzin. Doña Marina representa un gobierno primigenio, aunque no por ello igualitario. Su visión es la de retornar a un sistema en donde las mujeres eran quienes distribuían y organizaban los reinados. La patria, según la Malinche, fue fundada por la diosa Malinaxotchil, sacerdotisa del alba. Esta divinidad dominaba todo gracias a lo que se denomina un “cruel amor”. No obstante, un día el dios de la guerra, Huitzilopochtli, venció y sacrificó a la hechicera y en contraposición a lo que ésta ordenaba, trajo “la cruel discordia entre los hombres”. Como portadora de una visión particular de gobierno, la Malinche cree ser la restauradora de otra forma de poder, quizá menos devastadora. Ahora bien, su deseo no estriba únicamente en recuperar el poder, más bien doña Marina cree, insistentemente, que la tierra no es para destruirla sino para administrarla en forma responsable. La devastación no está en sus planes de gobierno: el jardín, su patria es sólo pretexto para volver a la unidad creadora. No obstante, Doña Marina- pese a sus intenciones de gobernar junto a Cortés- se desilusiona antes de finalizar la obra pues su concepción de dominio dista mucho de lo que soñó. Ella se da cuenta de que los españoles son también espejos de Moctezuma; un poder que cambia de rostro pero no de naturaleza.
Con respecto al bando español, es preciso señalar que el texto evidencia una fuerte justificación (también de tipo religiosa) como instrumento de conquista. El poder que representa Hernán Cortés es el de aquel ser humano que de no tener nada, pasa a tenerlo todo. Las circunstancias que median entre el instante de la conquista y la culminación del poder español emergente, están salpicadas de dilemas, es decir, de elecciones dobles. En términos del héroe, Cortés está esbozado desde una perspectiva no plana. El conquistador extremeño sufre durante el transcurso de la obra una ambivalencia (evolución) pues el pueblo azteca le impone una máscara con la que debe jugar. Esta máscara que él rehúsa ponerse es, a fin de cuentas, el instrumento que traerá el poder anhelado. Sin embargo, esta aceptación, este creerse divino (teul) engendra la contradicción con el imperio que lo colocó en ese momento de la historia. La jerarquía a la que él se supedita es un sistema también teocrático: Dios es quien gobierna y es Dios y su hijo Jesucristo los que lo incitan a evangelizar, a conquistar tierras y almas. Señorear es dominar tierras pero también mentes, lo que conlleva inevitablemente a usar el poder para legitimar esos hechos. A su vez, esta concepción no está exenta de acusaciones. El fraile Bartolomé de Olmedo advierte a Cortés sobre las implicaciones que tiene el saberse dueño del poder: “No me engañas capitán Cortés. La tentación del orgullo que es el pecado de Luzbel se ha apoderado de ti” (Fuentes, 1971:74). En este sentido, el poder -desde el punto de vista del religioso español- está relacionado con lo satánico, con el pecado primigenio, anterior a los hombres mismos. Buscar el poder es identificarse con Luzbel, porque según las creencias católicas, él se quiso sentar en el trono de Dios.
Así, el poder es una tentación pero a la vez, una posibilidad: en la concepción del hombre renacentista el destino no estaba en manos de Dios sino de los seres humanos. No había un hado fatal y trágico como en la cosmogonía griega: todos tenían un destino producto de sus pensamientos y acciones. Cortés, en tanto héroe, sintetiza las ideas religiosas de su tiempo con la visión individual del poder. Claro, éste no se transmuta: sigue dominando mentes y cuerpos a través de los tiempos como lo evidencian las últimas escenas de la obra. La penúltima didascalia es notable; en ella está concentrada la trascendencia del poder, pues cada personaje cambia de traje (o sea de época) pero sigue buscando legitimar una postura ideológica. Bajo luces de neón, se despliegan una serie de estereotipos (religiosos, hombres de negocios, cabareteras, jóvenes a la moda, intelectuales, etc) que responden a la visión contemporánea de progreso. Este progreso parece no afectar la naturaleza humana pues es notable la represión (la crueldad) aun en medio de tanto avance tecnológico. En este sentido, es el intelectual el que se sacrifica (suerte de repetición ritualística) y Quetzalcóatl (su simbolismo) el que nunca se consuma. La utopía que nunca llega a ser realidad (el bien, la felicidad, la equidad) está asociada a esta serpiente emplumada que se pavonea al final de la obra: aunque radiante, se perfila como inalcanzable, inasible. El poder no es exclusivo de los aztecas, los españoles o los contemporáneos, al contrario, Fuentes niega el tiempo gracias a la reconstrucción de un pasado semejante al presente. La única realidad humana y hasta universal sería el poder, al menos así lo constata el texto, sobre todo cuando afirma que en la tarde, es decir, en el tiempo y en la historia, “todos los gatos son pardos”.

Pedro y el capitán (Mario Benedetti)

Concebir a Benedetti como un poeta, en el sentido mismo del oficio literario, hace que en esta ocasión, sea necesario trazar algunas ideas referidas al Benedetti dramaturgo. En el marco de las diversas represiones políticas experimentadas en el Cono Sur, el texto es una metáfora de todos aquellos que han sufrido por defender valores opuestos a las dictaduras y gobiernos oficialistas. El texto del uruguayo pertenece entonces, al teatro político y como tal, se constituye en instrumento de reivindicación y forma de expresión del malestar social de finales de los 70.
Ahora bien, Pedro y el capitán evidencia un tratamiento del poder un poco más complejo. La relación torturado-torturador, víctima-victimario está dada a partir de dos modelos opuestos de ser humano. Esta oposición, que como dice el autor de la obra es, -sobre todo- ideológica, no hace más que contrastar a ambos personajes en una suerte de espejo invertido: “No es el enfrentamiento entre un monstruo y un santo sino de dos hombres, dos seres de carne y hueso” (Benedetti, 1994:10). En este sentido, es importante señalar aquella frase de Borges atinente al hecho de que un hombre es todos los hombres: “el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima, formaban una sola persona (Los teólogos, 1969:53).
El tema de la contradicción latente en todo ser humano implica por otra parte, que el torturador pueda ser cualquier persona. El capitán, por ejemplo, constata un modelo de ser humano cuya evolución fue descendente. Como él mismo señala, al principio la tortura era algo no compartido por él, incluso le era repulsiva. Sin embargo, con el paso del tiempo, el personaje entra en una especie de decadencia generada, sin duda, por el ascenso al poder: “Es algo paulatino. No crea que de pronto como por arte de magia uno se convierte de buen muchacho en monstruo insensible. Yo no soy un monstruo insensible, no lo soy todavía, pero en cambio ya no me acuerdo de cuándo era un buen muchacho” (Benedetti, 1994:64).
El capitán, en un proceso gradual, va perdiendo su humanidad, incluso evidencia una perversión, una tergiversación de los fenómenos sexuales ligados con la tortura. De esa forma, los diálogos entre Pedro y su torturador son los que delinean la personalidad de cada uno pero, además, el ambiente lúgubre y fatal de la obra. El capitán -metamorfoseado por el poder (el poder sobre otro)- ha iniciado un viaje del que no volverá. Su vida marital, sus relaciones con los demás están mediatizadas por la sombra del poder y su destino trágico. En contraposición al victimario, se encuentra la figura de Pedro. Desde el nombre mismo, este personaje subyace una visión de mundo en tanto mártir y hombre de férrea voluntad. Pedro, al igual que el personaje bíblico, se muestra como un individuo de fuertes convicciones. Sus respuestas al final de cada acto terminan con la palabra “no”. Esta negativa indica que si bien su cuerpo sufre una tortura significativa (y por cierto, sólo imaginada por el público, pues Benedetti no quiso mostrar la violencia a la que era sometido el personaje) su decisión es incólume: jamás traicionará sus ideales y mucho menos a sus amigos. De esta manera, Pedro triunfa sobre el capitán puesto que la respuesta anhelada por éste nunca llega. Asimismo, es interesante, como se dijo, el nombre nada azaroso escogido por el texto. Según la tradición, Pedro, el primer papa, fue martirizado junto al apóstol san Pablo en Roma, alrededor del año 64. A este respecto, el sacrificio por el que pasa el Pedro del texto es particularmente especial, pues en ningún momento la tortura es evidente: es palpable el resultado del martirio pero no su proceso. Este hecho aumenta en el espectador la zozobra, la imaginación y la identificación con el personaje. Además Benedetti afirma que la tortura “como tema artístico puede tener cabida en la literatura o el cine pero en el teatro se convierte en una agresión demasiado directa al espectador, y en consecuencia pierde mucho de su posiblidad removedora” (1994:10). Lo evidente para el público es el dolor que sucede a cada tunda y eso es precisamente lo que hace del martirio algo conmovedor . Pedro sufre una transformación en su cuerpo, una involución física si se puede denominar así, paralela a la que mostró el capitán, sólo que de forma inversa. Pedro asciende a un nivel espiritual más sublime (ideal en el sentido de la defensa de una utopía) mientras que el capitán lo hace para su propia destrucción pues se des-humaniza al tomar el papel del verdugo político.
Huelga decir que en Pedro y el capitán la fuerza emotiva sobre la que se sostiene la obra es justamente el diálogo. El escenario, hablando en términos de teoría teatral, es sobrio. Incluso permanece durante los cuatro actos de la obra. En efecto, el diálogo en tanto mostración de una postura ideológica, delimita los rasgos de cada personaje. Existe un espacio dado por la palabra en el que el público discierne no sólo el motivo del conflicto del drama sino también de la complejidad de los personajes. Las acotaciones de cada uno son de tipo existencial: Pedro en el último acto, al cabo de tres meses dice que ha estado incomunicado. Según él no hay comunicación porque hablar con el enemigo no es de ninguna manera expresarse: “-Capitán:¿Cómo? Habla conmigo.-Pedro: Esto no es hablar.-Capitán: Entonces, ¿qué es?.-Pedro: Mierda, eso es” (Benedetti, 1994:74). El acto mismo de la enunciación de un mensaje en el sentido tradicional, es puesto en entredicho por el personaje. No hay nexos comunicativos entre un torturador y un torturado; es más, pareciera ser que si bien hay una relación cercana, la ideología, valores y conceptos sobre los que se yerguen los seres humanos, son motivo de desunión y alejamiento. El poder, las jerarquías que se derivan de éste y las consecuencias éticas que conlleva, crean un tipo de tragedia, quizás más fatal. Al final de la obra, el capitán afirma su propia muerte, una muerte simbólica que tiene que ver con el miedo y la negativa del capitán a renunciar a los privilegios que el autoritarismo le confiere. No hay vuelta atrás una vez que el poder ha entrado en la vida del ser humano. La salvación en los términos del capitán sería que Pedro delatara a sus amigos; sin embargo, esto no ocurre. Por ende, la muerte simbólica que el capitán experimenta es innegable, pero además, fruto directo de un poder que rebasa su propios límites.
La parábola de Pedro y el capitán finaliza con una creencia redentora que sobrevive si el poder está ausente. En una relación entre el torturado y el torturador, el que está arriba (aunque sólo sea transitoriamente) y el que está abajo no se puede menos que decir lo siguiente: la victoria del ser humano estriba en no traicionar sus ideales. La heroicidad de Pedro y la cobardía del que a todo parecer, asume la posición de mando, contrasta dos formas de percibir el poder. En todo caso, tanto el uno como el otro son víctimas (y en eso el texto es enfático) del poder desmesurado que asesina a los seres humanos, aunque de distintas formas.

Palinuro en la escalera (Fernando del Paso)

Esta tragicomedia mexicana aparecida en 1992, es una obra rica en diversos aspectos. En primer lugar, es un texto revolucionario pues habla de la matanza de Tlatelolo, ocurrida en México en 1968 y cuyo responsable fue el entonces presidente, Gustavo Díaz Ordaz. En ese sentido, la corrupción política y la muerte de cientos de estudiantes y manifestantes (muertes aún no confirmadas) son los elementos que inspiran y dan forma a esta parodia. Al igual que el texto de Benedetti, se inserta dentro del teatro de la dictadura y las crisis político-militares.
El texto es una suerte de mundo al revés: por un lado, entremezcla tiempos, personajes no contemporáneos y un tema ligado con el poder y el despotismo. Por otro, el escrito en tanto obra de arte evidencia una estructura no tradicional que delimita una oposición entre la fantasía y la realidad. En efecto, Palinuro empieza con una clara distinción entre la realidad y la ficción. La realidad es Palinuro, el estudiante masacrado por el gobierno. La ficción son los personajes de la Commedia dell`Arte italiana. En ese sentido, es importante destacar que la mezcla de estas dos dimensiones crea una suerte de espejo en el que sobresalen los aspectos trágicos de la represión y su parodia, respectivamente.
Al estudiar los personajes del texto, se nota uno que sobresale tanto por su universalidad como por su mexicanidad: la muerte. Ella actúa en todos los pisos de la escalera, es decir, en la dos dimensiones, la ficcional y la real, de modo que su protagonismo es una especie de fantasma durante el transcurso de la obra. La muerte es ropavejera, autora, vendedora, edecana, etc. Este personaje representa un punto intermedio entre la realidad y la fantasía, es más, ella es el límite entre los dos espacios representados en la obra. Palinuro, en palabras de la Muerte, es una historia que ella como autora va a inventar: ¡Todo se inventa! ¡Todo es improvisado! Lo único que hay que saberse damas y caballeros, cartógrafos y traductores, es el argumento...Palinuro en la escalera...Palinuro golpeado por un tanque:¡eso es todo! ¡así de simple! (Del Paso, 1992:20).
Esta aseveración es significativa si se toma en cuenta el tema citado. El argumento, como en la comedia del arte es sencillo: un estudiante es vapuleado y luego asesinado por una jerarquía violenta. Lo demás, puede improvisarse porque es accesorio. En este texto, el poder se invisibiliza porque sólo se muestra por medio del proceso que envuelve a Palinuro. Éste, con la cara ensangrentada, apaleado y débil, narra el porqué de su estado. Según él, ha sido víctima de un ataque propiciado por la cúpula del poder, entronizada desde luego, por un presidente déspota y mentiroso. El poder a este respecto, se enuncia desde la perspectiva de las víctimas, sobre todo del protagonista que ha sufrido vejaciones. La utopía que presupone Palinuro no llega: en su lugar lo que existe es la represión y la muerte de muchos estudiantes y manifestantes.
El pueblo, según el protagonista, debe despertar de su falso sueño. De ahí que en forma literal (aunque también simbólica) se toquen las campanas y se enciendan las luces. Por un lado, el sonido saca del sopor a la gente subordinada, por otro, la luz representa la libertad negada al pueblo mexicano. Esa luz y esa revelación sí están con los que se sublevan contra el poder, esto es, los estudiantes, amigos y compañeros de Palinuro.
Pero el poder también está representado desde la ficción: Arlequín: -¡Ay , ay ay!, ¡los palos que nos dieron no fueron de hule! (Al fin, Arlequín revienta y se le sale todo el relleno: bombas molotov, resorteras, piedras, palos, cohetes, más piedras y más palos. La cuerda se revienta y Arlequín cae) (Del Paso, 1992:144).
Ni la ficción ni la realidad escapan al látigo del poder. La voz de Palinuro constata la tragedia generada por él. Los anhelos de una patria mejor son desplazados por la injusticia. Es más, justo antes de terminar, el texto muestra a la muerte-patria, suerte de parodia de lo que realmente no existe en ese momento: “La patria fosforecente: ¡Ay, mis hijos...ayyyyy, mis hijoooos! (Sale) ¿A dónde se los llevaron? ¡Ayyy, mis hijoooos! “(Del Paso, 1992:144).
Palinuro muere y con ello, el poder se afianza. La patria no existe y si lo hace es bajo la metáfora de la madre cuyos hijos han sido masacrados. En ese aspecto, la obra es pesimista pues ni en la realidad ni en la ficción la esperanza es viable. La muerte llega a ambas dimensiones dándole y dándose un tono de fatal trascendencia. No hay final feliz cuando el poder asesina a los seres humanos o en todo caso, cuando pervierte el sentido original de las cosas. El arte de la comedia en este texto sirve como justificación para denunciar hechos políticos pero también universales. El cuadro es de desolación absoluta: la escalera que sube Palinuro no conduce más que a la muerte, en otras palabras, hay un ascenso físico que guía a este destino. La escalera del protagonista dista mucho de aquella vista por el patriarca Jacob que le permitió tener acceso a la divinidad, sin humillación (Gn.28: 10-22). Hasta cierto punto, el personaje sí asciende (al menos por encima de sus enemigos) aunque esto le cueste dejar de existir. La escalera como símbolo podría (y debería) ser tratada a partir de su relación con el poder pero también con los ideales de quien la recorre.

Conclusiones

Las tres obras estudiadas hablan sobre el poder y su presencia en distintos momentos históricos y en diversas geografías. Para Fuentes, el poder siempre existió en México, legitimado por prácticas sanguinarias como la guerra florida y otros tantos sacrificios desmitificadores de la visión idílica originaria. Moctezuma es espejo de Cortés y viceversa, la conquista española no difiere de la azteca: ambas son execrables desde el punto de vista de la justicia. Cortés es traicionado al igual que Moctezuma y la Malinche, al final de la obra , da a luz al popular “hijo de la chingada”, arquetipo del mexicano mezclado y además, fruto de una violación.
Es notable la presencia de dos obras mexicanas en la búsqueda de la identidad y en la denuncia del poder aún en los primeros tiempos de la historia de América. Carlos Fuentes y Fernando del Paso reelaboran sucesos históricos desde una óptica fatalista y sin esperanza pero que explica, paradójicamente, la condición actual de los mexicanos y hasta de los chicanos, aquellos cuyo topos se ha perdido. El poder también, tiene estrechas relaciones con la palabra, pues en los tres textos, el discurso autoritario de Moctezuma y Cortés así como el diálogo establecido entre el capitán y el revolucionario evidencian una legitimación que a través del discurso se vuelve hecho, hecho de sangre o de tortura. Inclusive, la figura de la Malinche es quien mejor representa esta cualidad de la palabra pues ella era “la lengua” de Cortés, gracias a la cual el español agilizó sus planes de conquista. La palabra se convierte en arma que esclaviza y en discurso teocrático capaz de justificar atrocidades.
En Benedetti, la palabra revela la psicología de los personajes y los coloca en una situación enigmática que da pie a futuras investigaciones. En Palinuro en la escalera, el poder se ejerce en el plano real y en el ficticio, circunstancia que recuerda a la hidra de múltiples cabezas o a la bestia de la que habla Silvio Rodríguez en su canción Sueño con serpientes. Es decir, el poder se manifiesta en todos los ámbitos conocidos, ningún lugar escapa a su dominio. Palinuro es la metáfora de todos aquellos masacrados durante el conflicto del 68 que señaló además, los tentáculos de un poder concebido como supremo y que por ello, tenía la potestad de dar vida o quitarla. Palinuro representa la subversión, la palabra desde el revolucionario, vocablo inútil buscador de cambios imposibles. Ni en la fantasía ni en la realidad de la representación la justicia es posible: Palinuro sólo muestra una farsa, como único camino posible, eso sí, una farsa hecha de palabras.
El poder renace, emerge y se esfuma entre conflictos antiguos y sucesos recientes. El capitán (cuyo nombre no se esclarece y esto quizá tenga que ver con su des-humanización) es el modelo de una conciencia que olvidó el bien primigenio. La palabra que el capitán enuncia está adulterada por una mala conciencia que lo lleva hasta la cobardía extrema y esclavizadora. Por ello, el torturador manifiesta: “todo lo dejaría sin remordimientos. Si no lo dejo, es porque tengo miedo” (Benedetti, 1994:85). De esta forma, el poder se afianza como discurso, praxis y creencia: su alcance nuevamente trasciende los espacios, los tiempos y las conciencias (¿identidades?) de esta tierra que denominamos Nuestra América.

Referencias bibliográficas

AA.VV.(1994). The story of theatre. London: Kingfisher
Benedetti, Mario.(1994). Pedro y el capitán, Madrid: Editorial Alianza
Borges, Jorge Luis.(1969). El Aleph, Buenos Aires: Editorial Emecé
De Toro, Alfonso y Fernando.(1993). Hacia una nueva crítica y un nuevo teatro latinoamericano.
Frankfurt: Vervuet Verlag.

Del Paso, Fernando.(1992). Palinuro en la escalera, México, 1992
Fuentes, Carlos.(1971). Todos los gatos son pardos. Barcelona: Barral Editores
Said, Edward. (1993). Cultura e imperialismo. Barcelona: Anagrama

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